PREMIADOS DEL 4º CERTAMEN LITERARIO MIGUEL HERNÁNDEZ

1º DE POESIA

Gaza,paz,piedad,perdón
Feliciano Francisco González Muñoz

GAZA: Paz, Piedad, Perdón
Algo nos ocurre, inaccesible,
como un brote de rabia sin origen,
una nausea que desoye los silbos
de la mañana que se despereza,
no acertamos el porqué del dolor,
cómo besar el filo de un cuchillo
o acariciar los labios de una herida,
preguntas que extraviaron su respuesta
en un fuego nocturno de banderas,
hombres todos que empuñan su flaqueza,
con la espalda de hierro aquellas madres
abrazan los despojos de sus hijos,
gritad en qué rincón se esconde el loco,
el ciego, el sordo, el sable desdentado,
la mentira, la paz bajo las bombas,
quién ha oxidado las cadenas, quién,
tomada posesión de la codicia,
vomita sangre sobre los escombros,
me atraviesan los llantos de los niños,
me atraviesan los llantos de las niñas,
me atraviesan los llantos de las madres,
me atraviesan los muertos sin el llanto,
que se presente el dueño de esta muerte,
quiero mirarle de frente, en los ojos,
exigirle cada respuesta, todas
las respuestas a gritos exigirle,
no dejar de gritar hasta extirparle
la entraña del odio que le protege,
después encontraremos nuestras casas
en un retorno habitado de ruinas,
el olivo del patio destruido
ofrecerá los frutos de la vida.

2º PREMIO DE POESIA

Aún vive
Pedro Merchán Rodríguez

Aún vive
Un cabrero pobre de nacimiento.
Por nombre barro. De niño, yuntero.
Gracias a sus versos, de enero a enero,
le llevaremos en el pensamiento.
Su valor nos seguirá dando aliento.
Poeta del pueblo y del mundo entero.
Compañero del alma, compañero,
atravesado por el sentimiento.
Serás el tallo que nunca se agota,
que vuelve, que retoña y reverdece.
Porque de corazón y tierra brota.
Renueva su savia y por siempre crece.
Como trueno que en la tormenta explota,
florecer por mayo es lo que merece.

3° poesía
En la nueva edad oscura
José Ramón Carrera Grau

1
EN LA NUEVA EDAD OSCURA
SEUDÓNIMO: HESÍODO
En la nueva edad oscura,
perdido de nuevo el alfabeto,
solo nos queda como escritura fidedigna
la de las inscripciones urgentes de los nombres
en las pieles de los niños
antes de ser borrados de repente por las bombas.
Pergaminos en los que los nombres ya muertos,
apuntados en los pequeños brazos,
se recubren de pronto con todo el polvo de milenios,
el que almacenaría por siglos una biblioteca,
hasta hacer invisible esa pequeña lápida
de los niños inmolados
en una ceremonia abominable.
Dioses cobardes y sin compasión
sepultan en escombros
las alegrías simples de los hogares
que sin saberlo desde su torpeza de dueños
tanto odian como envidian.
El hechizo de escribir sobre la piel
no puede frenar el puñal
en la ofrenda del sacrificio
de estos dioses altitonantes y ciegos.
En este otoño continuo caen los hijos
desde los árboles sagrados
de aquella naturaleza humana
de la que ya se traspasaron todos los límites
con este desafío tan nefando en el estrago.
Caen los hijos sobre la tierra
y nos cae una desesperanza definitiva
que ya nunca será brote nuevo
2
porque aplastaron las semillas apenas germinadas.
Tampoco podrá haber más primavera
en nuestro cultivado jardín
porque matar con absoluta indiferencia
mata sin remedio al verdugo y a su víctima
y desde el palco y la platea,
nosotros,
espectadores impasibles
amodorrados en las largas filas de butacas
en las que nos acomoda el matarife,
vemos matar desde lo lejos, sin salpicaduras,
para de ese modo ir a caer sin salvación
en su misma sima de los huesos.

1° relato
Carmen
Santos Cejudo Sanchez-Bermejo

CARMEN
La mujer esperaba sentada en un sillón con la cabeza inclinada sobre su brazo. La habitación estaba
caldeada y olía a ese manojo de claveles rojos y blancos que ella misma acababa de comprar. Les cortó
un poco los tallos y las colocó en agua fresca dentro de un jarrón junto a la ventana.
La mariquita de puntos amarillos —rara especie en aquella zona y más en invierno— saltó de
forma espontánea de uno de los claveles al visillo, atrajo su mirada perdida como si la despertara. La
libertad ganada por ese diminuto bichejo le recordó sus constantes ansias por salir de aquella España
de nieblas, lluvias y hollín que tantas veces le había descrito a su amigo Ramón en sus cartas.
Diez años de incansable carteo dan para mucho. En ese tiempo, no solo el constante ir y venir
de cartas se había mantenido, sino que la frecuencia, si cabe, se había intensificado. Cada vez era
menor el tiempo que Ramón y Carmen tenían que esperar para recibir una carta del otro: no pasaban
ni tres días antes de que Antonelli, si le pillaba en Roma; Françoise, si andaba por París; o Martín, si
estaba de descanso en su casa de Cercedilla, en la sierra norte de Madrid, la espabilaran ondeando una
de esas cartas al viento. Siempre el mismo tipo: matasellos americano con estampado de olas azul y
rojo en la parte superior-derecha y una inscripción de letras grandes: «San Diego, California».
Sabía cuándo eran de Ramón porque sus cartas siempre iban acompañadas de un paquete que
contenía una de sus últimas novelas, recortes de sus publicaciones en el periódico de la semana o
alguna de sus lúcidas ponencias impresas en la universidad.
«Ramón supo entenderme mejor que nadie», pensaba Carmen, mientras seguía esperando a
que el teléfono sonara, con la desesperanza de saber que fuera cuando fuese, sería para confirmar malas
noticias. «¡Qué suerte haber contado con un amigo tan clarividente! Supo consolarme, aún no sé cómo:
él, con esa rabiosa capacidad de resistencia, ansiando volver a esa España que, sin embargo, a mí me
aprisionaba y me asía en la angustia del hastío». Se levantó, se acercó a la ventana y corrió un poco el
visillo para ver entrar la tímida luz de enero por el cristal. Entonces se sentó delicadamente en la cama,
suspirando. «Paradojas. Sátiras de la vida».
El visillo se movió por la leve corriente que se filtraba a través de la ventana de madera. Con
el movimiento, la mariquita saltó a la estantería llena de libros que había apoyada en la pared contigua.
Carmen la siguió con la vista. Se posó sobre el libro Nada, y empezó a recorrer arriba y abajo el
grabado del canto: Carmen Laforet. La mujer se reconoció a sí misma, pero cuarenta años más joven.
Su primera novela. A Ramón le gustaba recordarle aquello de «tuviste la rara fortuna de empezar con
una obra maestra» en muchas de sus cartas. Aquel recuerdo la hizo sonreír.
No era ella de vanagloriarse, pero esa novela la hizo famosa en el mundo entero. Sin embargo,
y lo pensaba ahora serena, el mayor beneficio que le trajo Nada fue su amistad con Ramón. Aún no
podía creer que hubiera tardado casi veinte años en responderle aquella primera carta de felicitación
por el premio Nadal de literatura. «¡Veinte años esperando una respuesta!». Esbozó una sonrisa
mientras traía a sí ese recuerdo. «¿Qué habría estado pensando Ramón todo aquel tiempo? ¿Creería
que no le querría contestar? ¡Pobre!». Carmen había tardado casi veinte años en responder a su primera
carta por encontrarse abrumada y un tanto turbada por contestar a alguien de tal altura literaria. Sí, la
pereza también había hecho su parte.
Mientras Carmen paseaba su mirada por las filas de libros de esa abarrotada estantería —
milimétricamente organizada, pero cargada de tantas y diversas obras de arte—, no hacía más que
agradecer: «¿quién me iba a decir, que tras responder esa primera carta, tanto tiempo después, iniciaría
uno de los viajes más apasionantes de mi vida al centro de una relación que me trascendería a mí
misma?».
Una amistad fraguada, nutrida y vivida en la adultez nada tiene que ver con los amigos de
siempre. Aquí no hay miedo a rozar el peligro. La posibilidad de quemarse puede ser apagada por el
recelo a extinguirse. Aquí el error no tiene camino de vuelta, se paga caro, hay un riesgo continuo: si
no lo alimentas, se pierde. Al amigo de siempre, siempre lo tienes. Siempre te tiene.
Ramón no era eso para ella, él vino en otro momento y a otra cosa: los límites de lo que es y
no es la amistad siempre andan más difusos aquí. Pero de igual manera, la soledad se encuentra más
acompañada: es un amor más real, más libre; elegido, no dado; ganado, no regalado. Hay cariño,
ternura, afecto y los saboreas. Te puedes ver a ti mismo experimentándolos, porque no te son naturales.
Esos sentimientos, ahora, los degustas a boca llena. Carmen sabía que una amistad en la adultez podría,
paradójicamente, decirse más volátil y profunda a la vez.
La mariquita de puntos amarillos iba y venía de estante en estante, ahora parada sobre los libros
de filosofía —aquellos primeros flirteos con el existencialismo de cuando era estudiante en
Barcelona—. Al igual que iban y venían, también, aquellas cartas a través del Atlántico. Era un chorreo
constante.
En esas infatigables cartas, Ramón y Carmen hablaron de todo. No hubo tema que no
abordasen, por embarazoso que fuera. A nadie: ni al marido de Carmen o cualquiera de sus cinco hijos,
ni a esas amigas o incluso exmujeres que entraban y salían del piso de Ramón con asiduidad, les llegó
nunca a pasar siquiera por la cabeza, que esa amistad, vivida vía aérea, pudiese en algún momento
tornar en algo más. Cierto es que Ramón alguna vez intentó flirtear con ella. Recordaba Carmen
sentada en su mullida y bien acomodada cama, mientras esperaba a que sonara el teléfono. Pero más
cierto aún es que ella supo orientar el timón de aquella relación, entonces gestante, en otro sentido
desde el primer momento. Ramón no solo lo aceptó de buena gana, sino que se encontró consigo mismo
y con el lugar real que esta relación ocupara en su corazón. ¡Tres años de incansable carteo les costó a
los dos empezar a tutearse! Y eso lo dice todo.
Las pisadas fuertes de una energética joven subiendo por la escalera la distrajeron de estos
pensamientos. Carmen tornó la cabeza hacia la pulcra puerta mientras Cristina la abría.
—Mamá, la comida está preparada, bájate, desde el salón se puede oír el teléfono también.
—Comed sin mi hoy, por favor. —Carmen se encontraba a gusto reviviendo su historia una y
otra vez en su cabeza, ahora bañada en gris por sus sesenta y una primaveras.
—¿Te subo aquí la comida?
—No, no, por favor, prefiero estar sola un ratito más.
Cristina, también escritora, sabía de la hondura a la que cala la pérdida de un compañero de
camino. Y tratándose de Ramón —con quien había intercambiado alguna que otra charla de más joven
cuando estudiaba en los Estados Unidos—, mucho más.
—Mamá. —Cristina giró la cabeza en el momento en que estaba a punto de salir por la puerta.
—¡Sí, ya lo sé! Tú también lo echarás de menos —contestó Carmen sin volver siquiera la
cabeza.
—Nunca olvidaré su consigna teresiana: «quien no vive para servir, no sirve para vivir». —
Las dos se echaron a reír suavemente, pues siempre les pareció de gran osadía que él sacara a relucir
estas consignas, estuviera con quien estuviera.
—Ramón siempre fue muy de Santa Teresa —concluyó Carmen la meliflua risotada.
—¡Sí! ¡Y de Franco! —Cristina volvió a traer las risas a la habitación. Parecía como si Carmen
necesitase ese momento de catarsis. En su ensoñación, estaba falta de sacar a la luz también lo que le
hacía gracia de él.
—«El pequeño Cesarito», como escribía tantas veces —decía Carmen mientras volvía a
ensimismarse en sus recuerdos—. La única persona a la que en realidad llegó a odiar. A él, y solo a él,
culpó del asesinato de su primera mujer en el 39, el verdadero amor de su vida, antes de tener que
exiliarse de España para siempre.
En ese momento el teléfono sobresaltó a las dos, que para entonces ya estaban más serias.
Cristina, con un respeto sublime por lo íntimo, salió, dejando su madre a solas.
Solo le llevó un minuto recibir el mensaje.
—Gracias, Andreíta —contestó Carmen mientras entornaba la ventana para tomar aire de
fuera—, así lo quería tu padre. Ahora podrán navegar hacia oriente y occidente sus cenizas… y quién
sabe si algún día, por fin, rozarán suelo hispano.
En ese momento la mariquita saltó, de un brinco se coló por la apertura hacia la calle y echó a volar.
En memoria de Ramón J. Sender y esas amistades que trascienden.

2°relato
Los fabricantes agujeros
Martín Ernesto Troncoso

1
Los fabricantes de agujeros
Cuentan que, en la república de Monrovia, cuando se acabó el petróleo, los
ingenieros geodestas comenzaron a producir, en nombre del rey, inmensos
agujeros. En un comienzo se trataba de hoyos en la tierra que realizaban con las
viejas perforadoras en desuso. Luego, nigromantes y físicos cuánticos lograron
la primera ración de agujeros portátiles.
Los hoyos servían para varias cosas. El clero les hacía creer a los fieles que por
ellos se iba directo al infierno, los empresarios lo utilizaban para sumergir aún
más a la clase obrera y las fuerzas represivas lo aplicaban para arrojar en ella a
los sospechosos, que nunca faltaban, fueran del delito que fuera.
La hoyo manía trascendió fronteras y se convirtió en un codiciado objeto de
exportación. Allí donde existía una montaña, una abertura en la punta creaba un
volcán de magma, ideal para el turismo y sembrador de piedra pómez, ideal para
los callos plantares. Los astrónomos frustrados los arrojaban hacia el cielo y por
la noche podían jactarse de haber descubierto un nuevo agujero negro de esos
que se tragan galaxias y donde la energía se condensa a tal punto, que el
universo se pone patas para arriba, que es así como está hoy en día en la Tierra.
Aplicados en las paredes de una ladera formaban profundos túneles y en las
cárceles de máximo seguridad hubo que requisar a las parejas de los detenidos,
por miedo a que ocultaran uno en sus carteras. Los orificios en los techos de los
apartamentos eran muy útiles para formar un coqueto dúplex y los que para
algunos era una caída segura para los otros resultaba un cielo raso.
Pero el Consejo Real de Monrovia tenía planes más fatídicos para tan incipiente
industria. A través de una campaña publicitaria de dimensiones colosales,
quisieron convencer al pueblo de que era lo más de lo top portar un hueco en el
cerebro. Aplicado en el medio de la frente actuaría como un tercer ojo,
estimulando la glándula pineal, que nos permitiría ver la realidad de otra manera.
La gente, ávida de emociones nuevas se lo implantó enseguida, solo para
descubrir cuando ya era tarde, que sus mentes se encontraban abiertas a todos,
pero no a todo, y que por aquel boquete podía ingresar cualquier cosa, desde
2
cemento de contacto, hasta toneladas de mierda maloliente, que más de un
consumidor se aplicaba con agrado, como si de perfumes franceses se trataran.
El viento que ingresaba por el frente salía por los oídos de todas las cabezas
huecas provocando un agradable silbido similar al de una flauta traversa. Mirar
lo que se nos ocurría por dentro de los cráneos se transformó en tarea obligatoria
de toda la policía secreta. A través de la perforación se podía insertar ideologías,
también deshacerse de ellas. Había innovadores que se colocaban otra brecha
en la nuca, uno de entrada y otro de salida. Los agujeros en los bolsillos fueron
un igualador de la economía. Todos eran pobres por igual, salvo aquellos que,
avizorando el asunto, colocaban chisteras para recoger las monedas que el
populacho perdía. Un buraco en el estómago era tan útil como una liposucción y
provocaba un efecto de hambre insaciable que el poder se encargaba de
aprovechar ofreciéndoles cualquier basura para que comieran a mansalva,
incrementando el consumo de cosas innecesarias, total había otro conducto,
este de orden natural, por donde se evacuaban las porquerías que depositaban.
La gente estaba muy feliz de portar esos agujeros que los distinguían en todo el
mundo, pero eso ocurrió durante un tiempo, pues la moda pronto se hizo global
y ya no había diferencias que remarcaran su nacionalidad, en este orbe
globalizado, ahora más unido que nunca a través de aberturas que parecían
heridas de esas que nunca cierran.
Algunas cabezas funcionaban como jaula para pajaritos, pero al faltarle rejas las
aves se fugaban dejando al usuario desolado y con ganas de volar, acción casi
imposible según las leyes de gravedad, que eran de las pocas que se cumplían
en ese reino tan lejano y que a su vez se siente tan cerca. Los sabios se
insertaban libros, incluso con señaladores para recordar sus citas favoritas y
pavonearse de su intelecto. Los insectos entraban y salían por doquier
depositando sus huevos que pronto se convertían en larvas y llenaban de
escarabajos y cucarachas aquel lugar donde antes supo funcionar el cerebro.
Las lobotomías pasaron de moda o según como se mire, alcanzaron su punto
más álgido, sin la certeza quirúrgica que los matasanos aplicaban a través de
filosos escalpelos.
3
Eran innegables sus ventajas, uno podía sacarse la cera de las orejas desde el
lado de adentro o acomodar fácilmente sus ojos ante un estrabismo severo. Pero
lo cierto es que las intenciones del poder eran otras y como ocurre con toda
moda, con el tiempo cayó en desuso.
La tarea de reconstruir sesos taladrados no fue sencilla. El gobierno intentó
cubrirlos con ordenanzas y disposiciones, con bandos reales que mantenía su
poder allí de donde emana, de las mentes de las gentes que actúan como
corderos con el GPS que los lleva al matadero. Otros se implantaron chips para
saber dónde estaban parados y el geo localizador permitió que la guardia real
pudiera controlar sus pasos. Algunos intercambiaron molleras con sus amigos y
así descubrieron que eran tan iguales como diferentes con los suyos, se pusieron
en su lugar y entendieron los puntos de conexión que hasta entonces eran un
misterio. El rey mismo no se controló y se instaló un orificio real en su cabeza
donde guardaba las joyas saqueadas de viejas conquistas ajenas. La masa
gelatinosa donde anida nuestra mente le daba asco y presumía de ser el único
hombre en la tierra capaz de poseer alhajas allí donde en los demás opera un
vasto y complejo sistema que permite el pensamiento.
Solo los verdaderamente libres esperaron con paciencia que sus heridas
cicatrizaran. Supieron a ciencia cierta que aquello que le habían sacado, jamás
se recuperaría, pero con aquello que les quedaba era suficiente para reconstruir
sus vidas y cubrir los huecos con experiencias de esas que llenan y enseñan.
Volvieron a sentirse completos y conservaron las marcas del lavado de cerebro
como estigma para recordarse que olvidar es como un vacío de esos que
horadan en el alma y aunque funcionen de anestésicos contra migrañas y
sufrimientos, también arrancan lo bueno de la vida y nos deja cortos de
entendimientos.
Dicen que vaciar la mente y dejarse llevar por las corrientes del consumo es una
forma de paraíso, tibio y confortable. Las cabezas no pesan y sonreímos como
tarados ante la más mínima adquisición, aquella que no alimenta y sube el
colesterol de las neuronas, que necesitan de gimnasia mental, para permanecer
en movimiento y no dejarse llevar nunca, sea por moda u obligación hacia un
agujero negro, un precipicio sin fondo donde yacen para siempre, aquellos que
ya están muertos, aunque nunca se enteraron de ello.

3° relato
El viaje
Feliciano Francisco González Muñoz

EL VIAJE
No me quito de la cabeza este maldito silbido punzante, como un hilo incandescente, que
marca mis días desde aquellos terribles años de trinchera. Muerte y héroes de los que ya no
quedan. Lo primero que maldije al asomar los ojos fuera del agujero son los años que he
pasado enterrado aquí. Treinta años de sombra, silencio y delirio. Sí, pero también años de
gloria, fuerza y esperanza en la victoria.
Carmen murió hace unos diez años, de eso sí fui consciente. El dolor atravesó los muros
húmedos del cautiverio. Me quedé más solo que nunca en mi vida no vivida. Las noticias
hirientes no esperan, llegan donde tienen que llegar. Saltan por encima de cualquier barrera,
se imponen a todo rastro humano. Inundan, destruyen. Así me sorprendió la noticia de su
muerte, acurrucado en ese hoyo ínfimo, apenas con espacio para llorar a jarros, demasiado
estrecho para voltearme de pena.
He descubierto los ojos de mi nietecilla. Carmen me miraba a través de ellos, desde el espacio
donde ahora habita. Mi hija Rosa también ha envejecido, pero es bella como un nardo. La
maldad de las gentes decidió arrebatarnos nuestras vidas. Nuestro destino debiera haber sido
otro, un padre enamorado de su mujer, encandilado por su pequeña, creciendo juntos,
habitando los días. En cambio, todo se tornó silencio y ceniza.
−Carmenchu, ven aquí con el abuelo.
−Anda papa, deja que coja el sueño la niña.
−Me falta el tiempo para tanto que la amo.
−Ya juegas con ella en cuanto se despierte.
−Tú eras como ella, Rosa. Tu madre te dejó en herencia su bondad.
−Pasa el tiempo sin darnos cuenta.
−A mí no se me ha escapado ni un solo segundo.
−El tiempo pasa igual para todos.
−El tiempo se detiene cuando te roban la vida.
−No te pongas dramático otra vez, que no te conviene.
−¿Qué sabrán esos matasanos del vivir? Anda, cielo mío, vamos a dormir.
Me gritaban desde alguna posición a mis espaldas. ¡Paco, a tu derecha, Paco, al suelo! No oía
nada. Los constantes disparos me habían anulado el oído. El fusil bien sujeto en el hombro,
apuntando con toda precisión. Mi padre me enseñó a cazar perdices de muy niño. De un salto
comencé una carrera para parapetarme más adelante. Me gritaban desesperadamente. Paco,
a tu derecha. Cayo corría junto a mí. El peligro es menos cuando se comparte. Le vi mover los
labios. Algo me gritaba pero no le oía. Corríamos desaforados, cargados con los fusiles, los
macutos, la manta. Entonces le oí lanzar al aire un grito desgarrado. Cayó a mis pies. Me lancé
sobre él en el suelo. ¡Cayo, Cayo! Una ráfaga de ametralladora le había destrozado el pecho
y el rostro en un breve segundo. El grito de la muerte es penetrante. No hay muro que lo
detenga. Esa bala me buscaba a mí. Él se cruzó en mi camino hacia la muerte y se quedó en
él para siempre. No puedo olvidar sus ojos despidiéndose de la luz. Esas pupilas habitaban
conmigo el agujero cada noche. Juntos entre el delirio y la vida cada noche. Treinta años, sólo
tenía treinta años.
−¿Se ha dormido ese angelito?
−Como un plomo. Estaba agotadita.
−Y tú ¿cómo estás, hija?
−Yo estoy bien padre, contenta de tenerlo aquí. ¿quiere comer algo?
−No. Cualquier comida me parece excesiva. Me he hecho a sobrevivir con poco.
−Voy a freír unos huevos en cualquier caso.
Me hundo en pensamientos deshilachados. Con el tiempo me resulta difícil reconocer la
memoria de lo real de la fantasia imaginada.
−Padre, ¿se acuerda de mamá?
−Tanto que sigue viva junto a mí, cada instante que sigo respirando.
−Yo también. La echo tanto en falta. Querría que hubiese conocido a la niña.
−Cuenta con que la está viendo ahora.
−Sí. ¿Ha pensado en encontrarse con alguno de sus amigos de antes? Puedo acompañarle a
donde quiera que vivan. Yo no los conozco. Mamá nunca hablaba de esos tiempos. Mantuvo
una regla estricta de silencio. Como una viuda para el mundo, eso era lo fundamental para
estar a salvo. Yo era ya mozuela cuando una noche se acercó a mi tras nuestras oraciones
junto a la cama y me dijo que mi padre vivía, que pronto volvería, que había partido en busca
de trabajo, pero le había llegado noticia de que planeaba ya su retorno. Yo no alcanzaba a
entender que un padre tan amado se hubiera marchado durante tantos años, sin noticia, sin
enviar ni un céntimo, y ahora anunciaba su vuelta, como si el tiempo no importara. Sentí ira.
La rabia me quemaba. Mamá soportó mis desaires como pudo, desde su silencio, matizando
las historias que sobrevolaban la realidad para ayudarme a digerirlas. El tiempo dejó a un lado
mi angustia. Y todos seguimos viviendo.
−La vida ha sido muy injusta con quienes perdieron la oportunidad de vivir en paz. Yo salvé la
vida enterrándome en vida. No me fui, ni escape. Mis pies necesitan esta tierra como raíces
sedientas. Incluso la tierra de ese agujero. Todo menos huir. Antes la muerte que vivir en falso
en cualquier otra parte.
−Su vida ha sido un viaje duro. Pero al final ha llegado a la estación donde quería llegar. Ha
triunfado.
−Sí, mi tren se ha detenido en la estación de la que nunca quise partir. Ha sido un viaje cruel,
tan doloroso que ha sido breve como un soplo de aliento. Hay quien hablará de nosotros, los
que hemos sobrevivido en agujeros, como héroes. Héroes, ¡jamás! Los héroes habitan los
cementerios, muertos y nada más que muertos. Yo estoy vivo, y ahora quiero recuperar mi
viaje de vida, con vosotras. Respirar hondo hasta que me duelan los pulmones.
−Por menos han llamado aquí héroes a otros.
−Lo sé. Esa vergüenza empapa estos campos. Alguien deberá ahora secar el veneno sembrado
y mirar hacia adelante. Es tarde para andar laureando sombras.
−Mire, en cuanto se despierte la niña nos vamos los tres a dar una vuelta, a pasear por la plaza
y nos sentamos allí al sol un buen rato. Que eso le viene bien para la piel y para el ánimo.
−Hija mía, estoy preparado para subir al tren.
Se han callado las ametralladoras. Es sólo un descanso, pronto volverán a batir la colina sobre
nuestras cabezas. Cayo sigue hundido en su silencio. Hay que recoger las armas de los
muertos, volver a la carga.

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